Todo el mundo ha hecho orden en su cuarto alguna vez. Y ha metido las cosas en cajas. Hacerlo significa apartarlo de tu vida. En realidad, da igual si el destino de la caja es esperar al chatarrero, a la intemperie junto al contenedor, o acumular polvo encima del armario. Queremos quitarla de en medio para que no moleste en nuestro quehacer habitual.
Pero, ¿qué pasa si la caja no cierra? Supongamos un montón de trastos sobresaliendo por encima de las tapas de cartón, que no pueden unirse y, por tanto, ser precintadas con cinta de embalar. No queda más remedio que dejarla por ahí, debajo de la mesa para no tropezarte, pero suficientemente cerca como para golpearte con ella cuando te sientas a trabajar a la mesa.
Habrá quién diga: las cosas están mal ordenadas dentro de la caja. Sácalas todas, una por una, y vuelve a ponerlas dentro. Pero eso no es posible. Ha pasado tanto tiempo que los elementos que había dentro se han fusionado, creando prismas y poliedros de formas grotescas. Los picos sobresalen, impiden cerrar la caja y apartarla para siempre. ¿Romperlos? No, están afilados.
De momento, la caja seguirá debajo de la mesa, y seguiré cabreándome cuando, olvidando que está ahí, me golpee con ella.